martes, 12 de julio de 2016

Separador.



Como todo lector que se respete poseo gran número de separadores, la mayoría bien cuidados aunque perdidos en alguna parte. A pesar de esto o gracias a lo último, sigo separando las hojas de mis libros con envoltorios de chocolate que manchan las páginas de color café –que juro parece sangre seca- o propaganda de tiendas o boletos de camión. La verdad es que lo único que prueban esas manchas y hojas, además de mi gusto por comer chocolate, es mi carácter siempre desordenado. He tratado de cambiar ese aspecto de mi persona con cierto ahínco y fracasado con más ahínco aún. Dicho defecto ha afectado mi vida de forma regular, haciéndome perder cosas valiosas como cuentos, anillos de plata o tiempo. Hoy vino a mi mente el tema de los separadores mientras leía algunos artículos de Roberto Bolaño. Tomé un descanso de mi lectura –tropezada y siempre interrumpida- para tomar un café con mi hermana. (Carolina -Dios la bendiga- es casi la única persona a la que seguiría hasta la muerte si me lo pidiera amablemente.) El tema de los separadores acudió a mi mente al mirar sobre la barra de la cocina el libro con una hoja que promocionaba los “nuevos modelos de verano” de una boutique sobresaliendo de él. Nunca pude tomar el hábito de usar separadores propiamente dichos. La única vez que lo intenté fue por causa de un novio que me regaló un separador de plata y hueso tallado con motivo de mi cumpleaños. La relación con ese sujeto fracasó terriblemente, por lo que sobra decir que mis intentos de usar separadores también. Cada tanto me encuentro con el mentado separador, arrumbado siempre detrás de mi desastre, seguro en una caja de color azul; y cada tanto siento culpa de no usarlo y dejar que se manche con el tiempo, culpa que solamente se ve mermada por el grado de repulsión que siento al pensar en cómo un objeto tan bello puede mancharse no sólo de manera física sino también sentimental. Pero bueno, el punto es que no suelo usar separadores –costumbre que como cualquier otra puede cambiar de un momento a otro y sin aviso- no sólo de manera literal sino también metafórica. No soy de las personas que doblan un pedazo pequeño de algún capítulo de sus vidas para poder  leerlo cuando se sientan listas; soy más bien de los individuos que queman las hojas viejas o las tachan con furia -con enojo de ese que daña no sólo el capítulo sino todo el libro de forma irremediable- o que siguen escribiendo sobre las páginas del capítulo a menudo y siempre con la esperanza de que continúe en el punto en que fue dejado. Soy del blanco o negro, inevitablemente. No me gustan los hilos sueltos en una madeja. Como casi todas las personas desordenadas, me encuentro con la ironía de que presento rasgos obsesivo-compulsivos para algunas cosas;  así que de la misma manera en que hace tiempo no toleraba que los alimentos se tocaran entre sí al servirse, tampoco me gusta que el pasado se mezcle con el presente o lo que es lo mismo: no me gusta que exista un hilo suelto “por ahi”. Dicha manía ingenua e infantil se ha moderado poco a poco hasta convertirse en una especie de capricho y paradoja: las cosas más bonitas que he tenido en la vida son todas causas de un enorme separador que no pude evitar colocar, ya fuera por miedo o berrinche, pero separador al fin y al cabo. Como una especie de nivel que funciona según una intuición femenina o embrujada, la vida ha decido elegir por mí dónde colocar los puntos suspensivos y doblar la página por si acaso. Debo reconocer que soy como verdugo sin piedad con memoria de corto plazo: corto cabezas con hachazos firmes si considero que la falta a mi persona o apellido es imperdonable, tacharía nombres de agendas telefónicas sin aún existieran,  y rompo gente de fotografías; pero al tiempo me entra una nostalgia por el pedazo arrancado y sea que encuentre los pedazos o no, algo hago para reparar la foto aunque nunca vuelva a colocarla en el álbum. Como niño o perrito asustado de ser descubierto en la travesura, elijo colocar eso que  antaño fue tan odiado en alguna parte de mi mente o cajón con cierta vergüenza de que alguien lo encuentre. Pensándolo bien no sé si sea cuestión de falta de memoria, angustia por algún castigo divino o simple flojera pero lo cierto es que me he vuelto fodonga con el tiempo y últimamente termino tachando nombres al aventón y sin ganas porque así lo requieren las reglas de etiqueta y las normas hechas por las buenas consciencias y los buenos cristianos. Esos que separaron la historia, ya saben.

No hay comentarios:

Publicar un comentario