jueves, 12 de abril de 2012

"Juguete".

Despertó. El golpe sordo que sonó en la habitación había interrumpido lo que parecía un sueño inquieto. Abrió los ojos pensando que el sonido provenía de su cabeza, residuo de la pesadilla que estaba teniendo;  pero una vez despierta se repitió con la misma intensidad.
-Si aquel sonido, alojado en mi sueño se repitiera, ¿no sería el eco del primero? -se dijo. Sin embargo el sonido persistía, si es posible más fuerte. Retumbaba en sus oídos y vibraba en su caja torácica como un golpe rápido de mediana magnitud.
Lo único consistente del sonido era la distancia. Ya fuera por un efecto acústico o por alguna otra razón, el sonido parecía rebotar justo al lado de su cama, como si una pelota de hule fuera lanzada hacia el muro una y otra vez cada lapso de tiempo. Esperó hasta que el próximo golpe se produjo para seguir su trayectoria imaginaria. Giró su cabeza hacia su lado derecho y una vez que terminó, siguió pensando en la pelota de hule que parecía terminar su recorrido a la altura de los pies de su cama. Adormilada en un estado de semiinconsciencia, el sonido no terminaba de cobrar ningún sentido; no era lógico ni absurdo, era simplemente un ruido molesto que captaba su atención. Sus oídos más despiertos que sus ojos procesaban el sonido de forma mecánica pero su mente no terminaba de entenderlo del todo. No tenía  importancia qué  producía el sonido, de dónde venía o porque parecía detenerse a su lado. Lo único que importaba era el tiempo que tardaba en hacerlo. La forma en que el silencio antes del siguiente golpe se estiraba o alargaba como una cuerda floja esperando tensarse. ¿Quién estiraba la cuerda? Se sentía como un minúsculo organismo en una caja de Petri. Observada. Sus reacciones parecían  parte de un experimento social visto desde un punto superior a su cabeza. Se sintió atrapada en una paranoia de reacciones predecibles, como simple rata de laboratorio colocada dentro de un laberinto de un solo camino. Un simple sonido la había despertado y conservado en una especie de encantamiento que la mantenía sumergida en una conciencia nebulosa. Su cuerpo se encontraba preso por las sábanas de color azul de su cama, las cuales habían adquirido un peso excesivo. Cada una de las arrugas parecía llenar su propio vacío con esferas de oxígeno que se volvían cada vez más grandes,  de forma que sus piernas quedaban atrapadas entre la capa de arrugas y el peso de sus brazos.  Su espalda recargada en la almohada no tenía más peso que el de haberse vuelto el tambor de una mano ajena;  pero su cabeza, cansada de oír el mismo sonido había cobrado mayor tamaño. Las venas de su sien habían aumentado su volumen, como si su sangre, incapaz de circular por sus miembros entumecidos, se dirigiera de forma rápida a la parte superior de su cabeza y no encontrara salida por ninguna otra parte. Sus ojos parpadeaban siguiendo el sonido de los golpes, como esperando su señal. A medida que aguardaban el siguiente,  cobraban la cualidad de celadores viejos, reaccionando de forma inmediata a cualquier sonido o movimiento. La secuencia se había vuelto su música y sus ojos -bailarines principiantes-, iban adquiriendo experiencia para seguirla. Máquina sincronizada de reacciones sutiles, su cuerpo era controlado a distancia. Una señal a un radio de kilómetros o años luz, accionaba el botón que dirigía su cuerpo, marcaba el recorrido de su sangre a través de sus venas flacas y el ritmo de sus latidos y parpadeos. Quizás no era más que un reflejo, una mirada a través del espejo que se encontraba delante de ella. Detrás de aquel artilugio traicionero que la miraba todos los días, un niño jugaba con ella tratando de hacer que atrapara su pelota de hule. Pero ella - colocada en su punto ciego- era incapaz de verla o alcanzarla, mucho menos devolverla; así que el niño repetía la acción una y otra vez, esperando que la siguiente pelota fuera por fin atrapada. Y ella, presa de sus piernas, no podía alcanzarla. Era un juego desigual. Simple, pero desigual. El niño del espejo jugaba con su cabeza y ella no podía evitarlo. Se conformaba con seguir la jugarreta aunque no le encontraba ninguna gracia. El pequeño la tenía controlada. Y ella aceptaba el hecho con una indiferencia floja, con una determinación casi inexistente. No pretendía siquiera levantarse o no podía hacerlo, pendiente del siguiente sonido como un cachorro al silbido de su dueño. Tratar de desafiar al hecho sería locura y la locura no encaja en el mundo. No, no en su mundo. Su mundo está compuesto de cosas medibles. La locura no puede medirse, no es real. Y cualquier cosa que la implique es inexistente. Si tratara por ejemplo de parpadear antes de tiempo, las leyes naturales de la lógica se lo impedirían. La dejarían ciega. El levantarse de la cama no tiene lógica, porque lejos de ella no podría escuchar los golpes. Sin ellos, dejaría de parpadear, sin parpadeos su corazón se pararía. Y entonces ella tendría que permanecer detenida en el lugar donde sus latidos culminaron. Como un reloj descompuesto, esperando que alguien le de cuerda. No puede hacerlo. Debe continuar esperando, aunque sus ojos se sequen no puede parpadear a destiempo. Eso la mataría. O al menos la pararía, y Dios sabe que no puede parar. Debe seguir escuchando, atenta a los golpes de la pelota de hule. Víctima de la cuerda que se estira y  afloja a placer de quién la maneja. Si la ignora puede que no despierte del todo, que quede varada en el mundo nebuloso. Sin parpadear. Cautiva de su propio cuerpo. Es mejor seguir escuchando. Escuchar no daña a nadie. No cuesta nada. Escuchar libera y ella tiene ganas de huir, de dejar el espacio delante del espejo, de cambiar de lugar. Quiere abrir los ojos. Quiere dejar de soñar despierta. Todo lo demás sería una locura. Y la locura no existe.






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