Como todo lector que se respete
poseo gran número de separadores, la mayoría bien cuidados aunque perdidos en
alguna parte. A pesar de esto o gracias a lo último, sigo separando las hojas
de mis libros con envoltorios de chocolate que manchan las páginas de color
café –que juro parece sangre seca- o propaganda de tiendas o boletos de camión.
La verdad es que lo único que prueban esas manchas y hojas, además de mi gusto
por comer chocolate, es mi carácter siempre desordenado. He tratado de cambiar
ese aspecto de mi persona con cierto ahínco y fracasado con más ahínco aún.
Dicho defecto ha afectado mi vida de forma regular, haciéndome perder cosas valiosas
como cuentos, anillos de plata o tiempo. Hoy vino a mi mente el tema de los
separadores mientras leía algunos artículos de Roberto Bolaño. Tomé un descanso
de mi lectura –tropezada y siempre interrumpida- para tomar un café con mi
hermana. (Carolina -Dios la bendiga- es casi la única persona a la que seguiría
hasta la muerte si me lo pidiera amablemente.) El tema de los separadores
acudió a mi mente al mirar sobre la barra de la cocina el libro con una hoja
que promocionaba los “nuevos modelos de verano” de una boutique sobresaliendo
de él. Nunca pude tomar el hábito de usar separadores propiamente dichos. La
única vez que lo intenté fue por causa de un novio que me regaló un separador
de plata y hueso tallado con motivo de mi cumpleaños. La relación con ese
sujeto fracasó terriblemente, por lo que sobra decir que mis intentos de usar
separadores también. Cada tanto me encuentro con el mentado separador,
arrumbado siempre detrás de mi desastre, seguro en una caja de color azul; y
cada tanto siento culpa de no usarlo y dejar que se manche con el tiempo, culpa
que solamente se ve mermada por el grado de repulsión que siento al pensar en
cómo un objeto tan bello puede mancharse no sólo de manera física sino también
sentimental. Pero bueno, el punto es que no suelo usar separadores –costumbre que
como cualquier otra puede cambiar de un momento a otro y sin aviso- no sólo de
manera literal sino también metafórica. No soy de las personas que doblan un
pedazo pequeño de algún capítulo de sus vidas para poder leerlo cuando se sientan listas; soy más bien
de los individuos que queman las hojas viejas o las tachan con furia -con enojo
de ese que daña no sólo el capítulo sino todo el libro de forma irremediable- o
que siguen escribiendo sobre las páginas del capítulo a menudo y siempre con la
esperanza de que continúe en el punto en que fue dejado. Soy del blanco o
negro, inevitablemente. No me gustan los hilos sueltos en una madeja. Como casi
todas las personas desordenadas, me encuentro con la ironía de que presento
rasgos obsesivo-compulsivos para algunas cosas; así que de la misma manera en que hace tiempo no
toleraba que los alimentos se tocaran entre sí al servirse, tampoco me gusta
que el pasado se mezcle con el presente o lo que es lo mismo: no me gusta que
exista un hilo suelto “por ahi”. Dicha
manía ingenua e infantil se ha moderado poco a poco hasta convertirse en una
especie de capricho y paradoja: las cosas más bonitas que he tenido en la vida
son todas causas de un enorme separador que no pude evitar colocar, ya fuera
por miedo o berrinche, pero separador al fin y al cabo. Como una especie de
nivel que funciona según una intuición femenina o embrujada, la vida ha decido
elegir por mí dónde colocar los puntos suspensivos y doblar la página por si
acaso. Debo reconocer que soy como verdugo sin piedad con memoria de corto
plazo: corto cabezas con hachazos firmes si considero que la falta a mi persona
o apellido es imperdonable, tacharía nombres de agendas telefónicas sin aún
existieran, y rompo gente de
fotografías; pero al tiempo me entra una nostalgia por el pedazo arrancado y
sea que encuentre los pedazos o no, algo hago para reparar la foto aunque nunca
vuelva a colocarla en el álbum. Como niño o perrito asustado de ser descubierto
en la travesura, elijo colocar eso que antaño
fue tan odiado en alguna parte de mi mente o cajón con cierta vergüenza de que
alguien lo encuentre. Pensándolo bien no sé si sea cuestión de falta de memoria,
angustia por algún castigo divino o simple flojera pero lo cierto es que me he
vuelto fodonga con el tiempo y últimamente termino tachando nombres al aventón
y sin ganas porque así lo requieren las reglas de etiqueta y las normas hechas
por las buenas consciencias y los buenos cristianos. Esos que separaron la
historia, ya saben.