sábado, 7 de enero de 2012

"Cristal".

Como un gusto amargo que pasó por su boca, el miedo se anidó en su garganta taladrándole la traquea y bloqueando el paso de aire a sus pulmones. Su cuerpo, convertido ahora en una imagen petrificada de sí misma pareció perder el sentido de orientación, como si todo a su alrededor se moviera demasiado rápido. Apretó los ojos horrorizada mientras su mano temblaba. La sangre corría desde su labio inferior hasta su barbilla y brotaba de una herida aún abierta provocada por sus propios dientes. Lo único que sentía era el contacto frío del metal entre sus dedos. En un arranque de locura pensó que esa imagen la mantendría cuerda, todo estaría bien mientras no volteara hacia un lado. No debía mirar, sin importar cuánto lo deseara. El recuerdo fugaz de una sonrisa le golpeó el pecho tan fuerte que sintió náuseas. Le había dicho que no parara, le había pedido, suplicado, que siguiera y en respuesta él le había sonreído con ternura casi como apiadándose de su miedo infantil. En ese momento se había sentido ridícula, él tenía razón, no iba a pasar nada, sólo tomaría unos minutos. Recordó el tacto de su mano caliente cuando la había tomado jalándola hacia ella mientras insistía. La yema de sus dedos era áspera, pero el resto era suave. Clavó las uñas en su pierna como tratando de impedir que su mano buscara su calor mientras se obligaba a mantener la mirada fija en el picaporte de la puerta. De pronto comenzó a recordar y se sintió estúpida. ¿Por qué no le había dicho? Aún cuando él le había preguntado, ella había respondido que nada pasaba. ¿Por qué no le había dicho que tenía miedo? Recordó el cosquilleo que sintió en la nuca cuando escuchó el chillido de la llanta. Las mejillas le ardían. Sentada en el asiento del carro, cobijada por el silencio parecía escuchar el camino que recorrían sus lágrimas, como si aquellas fueran esferas pesadas. Levantó un poco la vista. Nada, sólo oscuridad. Un tinte negro se extendía en el horizonte entre oleadas de viento. Sin poder resistirlo más; volteó. Su mirada caminó lentamente por el cuerpo que se encontraba a su lado. Su perfil se distinguía apenas en la oscuridad. Su silueta -más sombra que hombre- componía un cuadro perfecto con el cristal de la ventana. Un halo de luz que parecía salir de la nada caía como un hilo delgado sobre él. Su mano permanecía intacta sujeta al volante, como ajena a la condición de su dueño. Su mirada fija hacia el frente parecía congelada en el tiempo como perdida en pensamientos que ella desconocía. ¡Todo parecía tan irreal! Todo. Desde el silencio hasta su pose perfecta tenían un deje siniestro. Como si no fuera posible, como si aquello fuera antinatural o enfermizo. Hasta que su  mirada se dirigió  hacia su cuello. Una vez que observó casi oculto por su cabello un agujero pequeño y oscuro del que brotaba un camino de sangre seca. El montón desordenado de cristales sobre su regazo. Todo el cuadro cobró sentido de repente. Le había dicho que parara, le había suplicado que parara. ¿Por  qué no le había dicho que sentía miedo? ¿Por qué? Porque el miedo que sentía era hacia sí misma. Hacia lo que era capaz de hacer.

jueves, 5 de enero de 2012

"Un Golpeteo en la Frente".

Sin importar quiénes seamos, el tiempo que tengamos como habitantes de esta Tierra cual viajeros o visitantes temporales, hayamos decidido permanecer o seamos esclavos de circunstancias que nos atan; existen momentos que nos devuelven la conciencia del valor que estamos obligados a conferirle a nuestra vida. Nos brindan un tipo de certeza quizás extraña pero genuina, una sensación casi olvidada que en cuanto regresa es imposible de ignorar. Caminamos como autómatas, queriendo permanecer en la sombra, pero deseando en el fondo ser vistos por los demás con un poco más de luz. Ser descubiertos en las calles o  en los rincones solitarios donde hemos elegido anidar. No son otros los que nos ignoran o desmerecen, somos nosotros mismos. No es la vida la que nos castiga, elegimos el grosor del látigo que nos  golpea día a día. Como muestra de cobardía o simple ignorancia autoelegida de nuestra condición de verdugos, colocamos la capucha de asesinos de sueños en rostros familiares ya sea por el dolor que han provocado o -irónicamente- el cariño que han ofrecido. Hoy quiero dedicar un momento a aquellos que por efecto del destino no han tenido más opción que aceptarse como dueños de su vida, de sus decisiones, de su alegría o desgracia. Aquellos que han madurado sin pretenderlo de una manera tan rápida que nos parece cruel. Para ser sincera, no siento ni pena ni lástima por ellos, siento admiración. Ellos han logrado enriquecer su alma de una forma que algunos aún no somos capaces de comprender. Han aprendido a ser felices. Ser felices con lo que pueden, con lo que encuentran, con lo que descubren, con lo que pierden. Se han vuelto amigos de sí mismos, se han reconciliado con su corazón. Ojalá un día pueda ser como ellos. He aceptado que mi vida -aunque minúscula parte de esta tormenta tan grande-- tiene importancia en el curso del mismo viento que la dirige.
Hoy he comprendido que la vida es fácil aunque fácil sea una palabra muy difícil de aceptar.